Al principio no era más que una cara entre tantas nuevas. Pronto destacó de la muchedumbre y pasó a ser curiosa, interesante, y le empecé a pedir mudamente que se comunicara. Me dedicó la primera sonrisa, de complicidad, cuando le recogí sus cascos antediluvianos del suelo; su primera risa en una noche demasiado estructurada; su primer guiño cuando me descubrió tarareando Nirvana; y su primera carcajada cuando me sorprendió espantando viejas en la plaza de los Sitios. Pero tuvo que pasar un año hasta que esa cara se convirtiera en el pan mío de cada día y mi imaginación volase por su laberinto de túneles retorcidos, interminables, inabarcables, que mi mirada apenas lograba entrever. Allí vi luces de formas sorprendentes, aprendí a abrir muchas puertas escondidas, y robé un millón de puntos fijos donde echar amarras por muchos años.
No pasó mucho hasta que el hastío a ese lugar común, o el desgaste, nos alejó. Su cara se difuminó en la distancia, pero su pensamiento me citó en la oosfera, donde continuó nuestra amistad y por donde me volví a adentrar en ese laberinto. De él he tomado unas cuantas fotografías para todos vosotros:
Mi poco conocida carrera cinematográfica
Frases sueltas para neuronas flojas (selección)
La desafortunada vida de Pep Piñols