N a c o, dicho y hecho
Tendría dieciséis o diecisiete años y estaba yo atisbando el punk desde toda mi pubertad, con fruición y ansia, cuando sucedió lo que voy a contar a continuación.
Quedaba mi colegio cerca de Vips (una especie de híbrido entre tienda de chinos y Corte Inglés: tamaño medio, un poco de todo, amplio horario de apertura, todo ello elevado a la pijésima potencia), y a veces lo frecuentaba en los recreos con mi amigo Meteoro. Buscaba insistentemente gangas (costumbre que hoy perdura y se enfatiza en la profusión de tiendas de segunda mano de las calles de Londres), y de entre las que encontré allí recuerdo una cinta de Simon & Garfunkel (con una versión de estudio de Kathy’s Song que no he podido encontrar en ningún otro sitio, ni siquiera en el internet), un VHS de la película de los Doors (la cual no me gustó un pelo), y un recopilatorio de cuatro cedés de música punk, que es lo que viene a cuento.
Mis padres habían comprado una cadena de música en 1986, tres años después de la comercialización del cedé. El reproductor de la cadena era, por tanto, bastante arcaico, y los discos «saltaban» con mucha frecuencia. Recuerdo ratos interminables pirateando grabando en cintas discos de Queen canción por canción, hasta que iba consiguiendo que sonasen enteras sin saltar, lo cual no ocurría normalmente hasta el tercer o cuarto intento. Había cedés que funcionaban especialmente mal, saltando repetidamente a cada fracción de segundo. Este recopilatorio de punk era uno de ésos.
Así que me volví a Vips durante otro recreo a que me descambiasen el disco, a ver si otro funcionaba mejor. Se llevaron el que traía para probarlo, y me entretuve mirando otras cosas. En estas que empieza a sonar una imponente batería, a la que se une un bajo glorioso, una guitarra desafiante y, finalmente, un canto sarcástico que se convierte en maniático al poco. Me quedé maravillado con la potencia de la canción, subrayada en toda la magnitud del sistema de sonido de Vips, y me sorprendió grandemente que una tal canción sonase en un tal sitio como aquél.
Me gusta pensar que los clientes se pusieron todos nerviosos y se fueron al comienzo del segundo verso sin comprar nada. En realidad no sé lo que pasó. El disco funcionaba evidentemente bien en su reproductor, pero no recuerdo si me lo cambiaron o me llevé el mismo. Esa canción, California Uber Alles, es hoy mi favorita de los Dead Kennedys y la he declarado como de las mejores de todos los tiempos.
Como apunte final, diré que me produce especial deleite desvertir este hecho de fortuitidad, imaginármelo perpetrado, y así poder llamarlo -con poca modestia- surrealista, o punk veintero. Y que mientras esto ocurría, miles de hutus y tutsis se aniquilaban mutuamente para conquistar por la puerta grande uno de los mayores logros humanos: la muerte gratuita.